El investigador establece como hipótesis que las acciones ejecutadas durante los dos últimos años de la Administración Alvarado Quesada (2018 – 2022) para garantizar el acceso de los niños y las niñas de familias no pobres a los servicios de la REDCUDI, son coherentes con el enfoque de derechos de la niñez. Esta investigación identifica la coherencia entre el enfoque de derechos de la niñez y las acciones implementadas por el Gobierno de la República, para garantizar el derecho de los niños y las niñas no pobres a recibir atención integral de calidad. Desde este enfoque, la gestión de Gobierno debe cumplir con los compromisos asumidos internacionalmente, en los cuales se ha reafirmado el principio del interés superior de los niños y las niñas, así como su condición de sujetos portadores de derechos. Las dificultades económicas que están enfrentando las familias a nivel mundial podrían revertir años de avances en la reducción de la pobreza infantil y privar a los niños y niñas de los servicios esenciales. Antes de la pandemia, dos terceras partes de los niños del mundo carecían de acceso a cualquier forma de protección social, lo cual impide a las familias resistir las crisis económicas y perpetúa el ciclo vicioso de la pobreza intergeneracional.
Tenían expectativas en que el private de la escuela se diera cuenta de lo que estaban viviendo, que los escucharan, que cesaran las peleas y disrupciones, y que mejoraran la calidad y la calidez de las clases. Esto lleva a considerar que la escuela, a la vez que reproduce la exclusión social de las infancias y juventudes marginalizadas, conserva un alto valor simbólico como espacio de inclusión y desarrollo (Gómez & Zurita, 2013; Rojas et al., 2019). Por otra parte, los resultados permitieron ver que los niños y las niñas que observaban y recibían agresiones también necesitaban atención, escucha y reconocimiento en su experiencia e identidad (Fierro, 2017; GarcésDelgado et al., 2020; Yáñez et al., 2018). Esta arista lleva a considerar que la gestión focalizada de la convivencia establece una distribución inequitativa de los recursos psicosociales en la escuela (Kaplán, 2006, 2009; Tomasini et al., 2014), organizada en torno a la gestión del riesgo psicosocial de la infancia (Grinberg, et al., 2014; Infante et al., 2011) y a su subsidio compensatorio (Bonal & Bellei, 2018; Llóbet, 2006). Esta inequidad en la distribución de recursos psicosociales puede interpretarse como una situación de injusticia educacional (Rojas et al., 2019), en tanto las experiencias de fastidio, tristeza, miedo, vergüenza, desesperanza y culpa manifestadas por los estudiantes que observaban y que recibían agresiones quedaban desatendidas.
Con ello se confirma el estereotipo negativo que los adultos de la escuela tendrían asociado con la cultura de las familias y comunidades de origen de los estudiantes. Este estudio se enmarcó en un proyecto de investigación-acción participativa (Flores et al., 2009), desde un paradigma de investigación transformacional (Suárez, 2002). Esta perspectiva considera a la escuela como un laboratorio y a la acción profesional como una hipótesis a contrastar (Díaz-Bazo, 2017). Este tipo de investigación suele explorar los límites y las posibilidades de transformar la escuela y de transformarse junto a ella (Rowell et al., 2015). Así, la investigación-acción apunta al desarrollo de la escuela y, a su vez, al desarrollo de las capacidades de los involucrados (Flores et al., 2009). Para Díaz-Bazo (2017), lo participativo radica en que los integrantes del equipo de investigación colaboran en las decisiones metodológicas del proceso.
De ellos, participaron 15, pues un seleccionado fue retirado del establecimiento y otros dos presentaron inasistencias de manera intermitente durante el período de producción de información (octubre de 2018). Entre quienes participaron hubo cuatro mujeres y eleven hombres, uno de los cuales estaba categorizado entre los estudiantes disruptivos. En coherencia con el modelo neoliberal, el Estado de Chile opera como subsidiario del acceso a los derechos, auxiliando con financiamiento additional en los casos en que los estudiantes demuestren estar en riesgo de exclusión (Bonal & Bellei, 2018). Para acreditarlo, se aplican instrumentos1 que registran información socioeconómica y académica del estudiante y de su familia. Sus resultados indican la categoría de vulnerabilidad en la que el estudiante se encuentra, así como un índice agregado con el porcentaje de estudiantes vulnerables de cada centro escolar. Una persona vulnerable está ante la posibilidad de sufrir un detrimento en sus derechos, tanto por circunstancias personales como por las de su entorno social (Grinberg, 2015).
Se trataba de situaciones sociales en las que se habían sentido importantes para la institución y en las que se les había dado oportunidades de logro. En las siguientes citas, se desprende que la violencia en y hacia la escuela, además de permitir a los estudiantes evadir las clases que les parecían aburridas, les permitía ser atendidos por el personal de la escuela. Esto ocurría pues la institución focalizaba la intervención psicosocial exclusivamente en los estudiantes que se comportaban de manera disruptiva o violenta. Los participantes indicaron que en cada curso había estudiantes que se involucraban en peleas entre ellos, explicando que, por una parte, se debía a factores individuales, tales como la desmotivación e irritabilidad (Figura 2). Por otra parte, respondía a que las clases eran aburridas y monótonas, lo que profundizaría la desmotivación y facilitaría que los estudiantes se molestaran entre sí. De este modo, las peleas entre compañeros pueden entenderse en buena medida como una violencia que se da en la escuela, mediada por la propuesta pedagógica.
El análisis expone el preocupante panorama de la pobreza infantil en Chile, evidenciando desafíos pendientes. Ya que, aunque se observa una disminución general, los datos reflejan la importancia de abordar la pobreza infantil desde una perspectiva multidimensional, reconociendo que las necesidades de los niños y adolescentes van más allá de los ingresos económicos. Una gestión que escuche lo que está pasando implicaría, en primer término, mirar más ampliamente la violencia escolar, reconociendo la indefensión y el desamparo de quienes la reciben y son testigos de ella. En un segundo término, visibilizar y validar socialmente otras posiciones e identidades que se encuentran silenciadas en la cultura de la escuela.
Para los participantes, había relación entre la indisciplina en clases, las fugas y la escuela como institución. Para ellos, las acciones de desobediencia implicaban una protesta por no entender ni estar a gusto en clases, pudiendo entenderse como formas de violencia hacia la escuela. La vocera de Unicef y especialista en Políticas Sociales, Paula Pacheco, explica que las cifras de Casen 2020 reportaron en general un aumento en las cifras de pobreza en el país, pero “que afecta en mayor medida a la niñez y la adolescencia”.
Desde Unicef afirman que “es importante que se entienda que el problema de la pobreza infantil tiene particularidades propias de la etapa del ciclo de vida de este grupo, que va desde la gestación a los 17 años. Durante esta etapa las personas tienen necesidades de desarrollo que, si no son abordadas de manera oportuna y pertinente, pueden traducirse en situaciones de inequidad que persistan hasta la adultez, propiciando la reproducción intergeneracional de la pobreza”. “Históricamente, las zonas rurales son las más afectadas, más que las urbanas, y en ese sentido nosotros proyectamos un aumento de la situación de pobreza en cerca de 126 mil niños, niñas y adolescentes respecto de la medición pasada”, añade Contreras. En promedio, las estudiantes mujeres tienen peores desempeños en matemática y ciencias durante la educación básica, disparidades que se profundizan en los cuartiles de ingresos más bajos. Asimismo, en la mayoría de los países de la región la proporción de mujeres graduadas en carreras CTIM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) no supera el 40%.
Con base en ello, puede diseñarse y sostenerse una distribución más equitativa de la atención psicosocial, con perspectiva transformadora. Estos actos posiblemente simbolicen una disputa del poder vertical ejercido desde los docentes hacia los estudiantes en el aula, en la cual los niños y las niñas se volvían parcialmente conscientes de la posición construida sobre ellos (Grinberg et al., 2014; Kaplán et al., 2012) e intentaban una salida (im)posible y efímera. Estos actos corresponderían no a estudiantes aislados causando problemas, sino a situaciones de violencia en la escuela, en tanto los actos de disrupción y agresión tomaban forma y sentido dentro de ella. También implicarían violencia hacia la escuela, pues intentarían romper con los diseños y regímenes sostenidos por la gestión de la convivencia. Las últimas citas muestran que los estudiantes han aprendido que quienes reciben o son testigos de agresiones por parte de sus pares no son atendidos por el private de la escuela. Han aprendido que entre las pocas alternativas de acción que tienen en esta situación se encuentra el auto silenciamiento y el distanciamiento del contexto en el que se ejercen agresiones entre estudiantes.